Llegué a casa sin botas, sin mochila y sin el último disco de Sabina. Todo se quedó en Lima, en pasadas sucesivas por esa frenética ciudad. No imaginé que la primera impresión de repulsión al sucio asfalto se fuera a transformar luego en un deseo de quedarme, de dedicarme a volar parapente, de dormir en el sonido del mar.
Lima era sólo una parada, no un destino ni un sitio, pero terminó siendolo al calor de una fogata, en una casa cercada en la playa.
El trovador bipolar, el guitarrista doctor en química, el rengo con pinta de cocainomano, la mujer de bellos ojos y heridas profundas, las poodles que se masturbaban enloqueciendo al hiperactivo pastor alemán fueron mi tribu.
Personajes inasibles que coexistian en el container: la hija gótica de eternas pesadillas, una futura periodista cusqueña, la niña italo-china.
Y sombras cercanas: la chola que quería ser espía, el hermano de ojos seductores y su novio el taxista.
Todavia no entiendo cómo terminé de musa por allí. Supongo que fue recorriendo la linealidad del tiempo, me paré en un punto de la cinta de Moebius y al otro lado estaban estos maravillosos rolling stones de medio siglo.
Ahora comprendo por qué el oficio de musa paga tan bien: solo los locos buscan musas. Sólo los locos contagian vida.
Las botas llegaron antes que yo, la mochila después y el disco espera a que lo busque.
Y si bien estoy con más lagunas mentales que antes, recobré valentía en ese eterno instante de tiempo que me atravesó. Tengo la impresión de que el tiempo me poseyó antes de seguir su alocado curso, y no al revés.
Ahora retomo el estudio, y aunque no se dónde me llevarán los sueños, solo deseo seguir el instinto de mis botas que infaliblemente me llevan a universos paralelos llenos de calidez.
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